Hace bastante que no escribo. me cuesta detenerme e inmiscuirme en mi propio ser sin pensar en caer en una inevitable y profunda oscuridad.
Hace bastante que solo leo. el mundo trascurre mucho mas lento y es defendible sin arriesgarse.
Hace bastante tiempo que no vivo.
La vida transcurre a la velocidad que cae una hoja de un árbol en Otoño.
Se desprende de la rama de la vida y a la deriva se desplaza en el hilo del viento, que es el tiempo. Cada vuelta en el aire, es un año en un parpadeo cada giro o rapaz del aire es un hecho importante además de fugaz. Todos sabemos de la inevitable caída, que se retrasa en el sueño. El golpe certero contra el mundo, es la tranquilidad de la nada, que nos salva de la eternidad.
La mayoría de personas que conozco quieren llegar a un lugar inmensamente grande, tanto que no podrán abrazarlo nunca. Se esfuerzan tanto por que los demás vean qué tanto hacen y dicen, que se olvidan de si mismos, del silencio, de la posibilidad que entrega el detenerse, levantar la mirada y encontrarse con un destello del sol, la luna o simplemente cerrar los ojos y respirar profundamente. Yo no aspiro a nada más, que a estar e intentar luchar con el instante para que no atraviese tan dolorosamente la grieta que soy.
Hace bastante tiempo que no escribía, hace demasiado tiempo que no tenía
tiempo, hace mucho que deseaba estar descansando en el papel, hace mucho que
olvide, deje de recordar, deje de creer, deje de pensar, deje que mi alma no
escribiera por temor a nunca poder salir de acá, de mí mismo, de mi sueño, de
mis sombras, de mis desencuentros. Hace mucho tiempo que no escribía, otra vez
me he dejado atrapar.
Es maravilloso como el sonido poco a poco comienza a invadirlo todo con
su suavidad y al mismo tiempo la fuerza que es capaz de abarcar todos los
sentidos, el frío y el sonido de la trompeta que es como el viento, las cuerdas
del contrabajo, la batería y el piano sincronizados en su desorden son
estupendos para dejarse abrumar y llevar hacia la nada. Hay algo constante y
cortante todo sucede en lapsos de tiempo similares, las notas se deslizan en el
cuerpo, la batería improvisa y lo revuelve todo en medio de otra presencia que
se mantiene en el aire, lenta, muy lenta comienza abarcarlo todo, se impregna
en la memoria y comienza a transportar a recuerdos tristes, no hay otro tipo de
recuerdos, ya que la alegría no se guarda, simplemente se vive. El resto lo
guardamos y lo liberan algunos aromas o algo de música.
Hoy me senté en el parque solitario en la noche, después de regresar del
mundo atiborrado de gente, fue un claro descanso. Después de la calle y el
ruido, la casa y el estar solo frente a la sombra; en el medio el parque, el
viento, el frío y unos audífonos gigantes para privarme del mundo. Pensé en lo paradójico
que puede ser el deseo de huir, al mismo tiempo deseo estar solo, con un libro
y algo de música y enseguida pienso que en el frío donde me encuentro, es solo
una parada momentánea mientras alguien, o tu o ella me acaricia la espalda y me
dice que es hora de entrar y que si había esperado mucho. Solo son sombras que atraviesan
mi mente, deseos que no deseo que se cumplan, encuentros que son simples
grietas que me separan de mí, del tiempo y de la vida que arrastro. Doy lastima
en este punto donde alguien lee y no es capaz de terminar tan cursi
pensamiento.
Hay momentos de absurda normalidad, en los que no sucede nada fuera de lo ordinario y sin embargo resulta que están llenos de destellos: como el viento mueve suavemente la cortina, como la luz del sol desaparece con tal parsimonia que parece detenerse el tiempo, una risa lejana, un saludo inesperado, un suspiro en el segundo justo, unas gotas de lluvia en la ventana, el silencio que abraza en la soledad y las palabras que brotan...
Ella se encuentra sentada, ella
es como todas las mujeres, es única. Camina por el pasillo como ella solía
hacerlo, no gira, sabe que la observo pero no lo confirma, es un juego, tal vez
es seguridad de saberse protegida, adorada, amada...
Ella un día volteará y con la
misma seguridad y una lagrima se dará cuenta que ya nadie la observa, entonces
se ocultará, temerá la soledad y sin embargo seguirá caminado como solo ella lo
sabe hacer, atravesando la luz y la sombra y ocultándose en el tiempo como un
juego.
Ella sonríe, cruza la pierna y
mira la fotografía, piensa que es un momento demasiado lejano, no recuerda bien
el día, tal vez es un sueño y nunca sucedió. Se inclina para ver mejor la
imagen, toma las gafas que estaban en la mesa desde su llegada, se acerca a la
vieja fotografía y sonríe, si la recuerda, a la que se ve en la imagen una
joven sonriente que juega con una sombrilla en una tarde de lluvia, una joven
que tampoco mira hacia atrás, ella sabe que él está allí y que la capturará, a ella,
al momento, esa tarde, la lluvia, toda una vida en una imagen.
Ella sonríe de nuevo, ya no tiene
ganas de correr. Lo mira y sonríe, como es posible que conserve un recuerdo tan
inocuo, no entiende como una imagen ha sido su fuerza, su pasión. Él ama un
recuerdo. Ella toma un trago del café sin azúcar, vuelve a sonreír y se da
cuenta que nunca pudo alejarse como quería siempre intentó estar lejos y en este
instante se da cuenta que no lo logró. El viento hace un gesto de lluvia, ella
quiere despedirse, él continúa en silencio observando el revoloteo de las hojas
que siguen muriendo con el viento. Su recuerdo es más fuerte que la imagen real
que ya no reconoce, su sonrisa es hermosa igual que sus ojos, pero no son los
mismos, los que amó, están en el pasado, atrapados en fotografías que comienzan
a perderse en el polvo y las sombras.
Ella voltea su rostro, una risa
de niño llama su atención. Es tan linda, piensa él. Comienza una conversación
de viejos amigos, algunos recuerdos, amigos en común, algunos silencios
incomodos que pretenden guardar momentos y personas, ella vuelve a sonreír, es
tal linda… aunque ya no sea la misma, no por el tiempo, sino por un vacío en
sus ojos. Alguien tiene que ver el reloj; ella recuerda, se queda en silencio,
le entrega la fotografía y se levanta de la mesa, él también lo hace y le
entrega un libro, nada como un libro para comprometer a otra persona.
Fue algo que sucedió en otra
vida, un sueño tal vez. Esta vez ella no sonríe, sabe lo que está escrito, su
corazón se acelera, voltea su cara, tropieza con la mesa. Ella y él se despiden,
los rostros se acercan, el olor trae el pasado una vida en un instante, un
beso, ella se aleja.
Él espera, se encuentra clavado
en el pavimento no puede dejar de verla, caminar, alejarse, danzar junto con el
viento, la lluvia se avecina, gotas gruesas, pesadas como la vida, no deja de
verla, ella se confunde entre la gente, en la lejanía. Ella no gira, sabe que
la observo…
Precisamente tenías que escoger el mes de las madres para llevártela; Tal vez ese fue tu regalo, el descanso eterno, para una vida de un siglo. Mi abuela vivió un siglo, como los cien años de Úrsula. Desde que tengo memoria visité a mi abuela en el pueblo, en la finca, viajábamos horas en temporada decembrina desde la capital hasta Manizales y desde ahí, tomábamos un jep Willis, que atravesaba cafetales, que ahora ya no están, la carretera siempre en construcción, el derrumbe, algunas casas deterioradas, otras abandonadas y las demás con fantasmas asomados en las barandas de colores. A pesar de las curvas de la carretera que adormilaban en el vaivén del apretado transporte, los sentidos se trasformaban, el canto de los pájaros, los verdes que aparecían incontables, el acento de las personas y el anhelo de llegar a la casa paterna.
Siempre fue fácil distinguir la llegada, todo el mundo sabe dónde está el morro Franco, la casa en la montaña, el Sagrado corazón de Jesús y la cruz en la parte alta de la cumbre, divisor y protector. Abajo el pueblo inmóvil y las campanas de la iglesia, la comunicación más efectiva en un pueblo paisa.
Hace más de 18 años viví con mi abuela un año, la acompañaba desde la mañana y lo primero que sentía era el olor a chocolate en agua de panela, lo segundo era moler el maíz para hacer arepas, lo tercero era el ordeño y la leche caliente espumosa y en recipiente esmaltado; como todos los viejos en el campo fue una persona fuerte, incansable silenciosa, cuando el silencio conviene y regañaba lo necesario y acariciaba como toda abuela, con esas manos arrugadas y ásperas de cocinera genial de olor a frijoles y sancocho, unas manos gastadas por el tiempo que levantaron una familia y aguantaron el vicio del tiempo, la soledad y el amor de los hijos, levantados a punta de leche caliente y arepa raspada para quitar el negro del carbón.
Pocas veces vi a mi abuela quieta o cansada, en algunos momentos la vi sentada tomando café, escuchando música, tarareando o cantando música vieja, de despecho o carrilera, que sonaba en una grabadora de voz ronca, ella miraba por las barandas de la casa hacia el pueblo, esos momentos los recuerdo como momentos de la mayor tranquilidad que he sentido, tal vez siendo el secreto de una vida de cien años, la tranquilidad del trabajo fuerte, una conciencia tranquila y el descanso del sueño nocturno.
Hace tres meses volví al pueblo después de dieciocho años sin haber podido ir. Vinieron a mí los recuerdos, los olores y toda la transformación de los sentidos que involucra el viaje, sumándole el anhelo de tanto tiempo sin ver la casa de los abuelos, el pueblo y gran parte de la familia. La casa seguía intacta en el tiempo, los símbolos en la punta de la montaña “el morro” seguía allí la vista hacia el pueblo, todo parecía congelado, idéntico a como lo recordaba. Después de 18 años nada parecía haber cambiado, por lo menos nada material, pero yo no era el mismo veía todo de una manera distinta en mi interior y mi abuela no era la de mi recuerdo, los años habían hecho lo propio con su cuerpo y su memoria, ahora inmersa en un silencio enfermizo, sin movimiento, nostálgico tal vez. Ella no era la misma, nosotros ya no estábamos para los dos, para charlar, escuchar anécdotas, comer una arepa recién hecha por sus manos, ya no más. Me quede también en silencio para volver a ser cómplices en medio de la nada, apreté su mano y fue suficiente para volver a estar en la tranquilidad de la vida.
Ayer mi abuela paterna se fue. Nos dejó para por fin después de 100 años de estar en el mundo, por fin dedicarse a ella y al descanso que esperaba y se merecía, escucho la música de Daniel Santos, Julio Jaramillo, los Visconti, Olimpo Cárdenas entre muchos otros y la recuerdo parada en el alero de la puerta de la cocina, con una taza esmaltada tomando agua de panela, viendo concentrada hacia el pasado o hacia el pueblo que viene siendo lo mismo, escuchando la voz ronca de la grabadora y al fondo los pájaros y el día que muere.