domingo, 9 de noviembre de 2014

Encuentro en tarde de lluvia.


Ella se encuentra sentada, ella es como todas las mujeres, es única. Camina por el pasillo como ella solía hacerlo, no gira, sabe que la observo pero no lo confirma, es un juego, tal vez es seguridad de saberse protegida, adorada, amada...

Ella un día volteará y con la misma seguridad y una lagrima se dará cuenta que ya nadie la observa, entonces se ocultará, temerá la soledad y sin embargo seguirá caminado como solo ella lo sabe hacer, atravesando la luz y la sombra y ocultándose en el tiempo como un juego.

Ella sonríe, cruza la pierna y mira la fotografía, piensa que es un momento demasiado lejano, no recuerda bien el día, tal vez es un sueño y nunca sucedió. Se inclina para ver mejor la imagen, toma las gafas que estaban en la mesa desde su llegada, se acerca a la vieja fotografía y sonríe, si la recuerda, a la que se ve en la imagen una joven sonriente que juega con una sombrilla en una tarde de lluvia, una joven que tampoco mira hacia atrás, ella sabe que él está allí y que la capturará, a ella, al momento, esa tarde, la lluvia, toda una vida en una imagen.

Ella sonríe de nuevo, ya no tiene ganas de correr. Lo mira y sonríe, como es posible que conserve un recuerdo tan inocuo, no entiende como una imagen ha sido su fuerza, su pasión. Él ama un recuerdo. Ella toma un trago del café sin azúcar, vuelve a sonreír y se da cuenta que nunca pudo alejarse como quería siempre intentó estar lejos y en este instante se da cuenta que no lo logró. El viento hace un gesto de lluvia, ella quiere despedirse, él continúa en silencio observando el revoloteo de las hojas que siguen muriendo con el viento. Su recuerdo es más fuerte que la imagen real que ya no reconoce, su sonrisa es hermosa igual que sus ojos, pero no son los mismos, los que amó, están en el pasado, atrapados en fotografías que comienzan a perderse en el polvo y las sombras.

Ella voltea su rostro, una risa de niño llama su atención. Es tan linda, piensa él. Comienza una conversación de viejos amigos, algunos recuerdos, amigos en común, algunos silencios incomodos que pretenden guardar momentos y personas, ella vuelve a sonreír, es tal linda… aunque ya no sea la misma, no por el tiempo, sino por un vacío en sus ojos. Alguien tiene que ver el reloj; ella recuerda, se queda en silencio, le entrega la fotografía y se levanta de la mesa, él también lo hace y le entrega un libro, nada como un libro para comprometer a otra persona.

Fue algo que sucedió en otra vida, un sueño tal vez. Esta vez ella no sonríe, sabe lo que está escrito, su corazón se acelera, voltea su cara, tropieza con la mesa. Ella y él se despiden, los rostros se acercan, el olor trae el pasado una vida en un instante, un beso, ella se aleja.


Él espera, se encuentra clavado en el pavimento no puede dejar de verla, caminar, alejarse, danzar junto con el viento, la lluvia se avecina, gotas gruesas, pesadas como la vida, no deja de verla, ella se confunde entre la gente, en la lejanía. Ella no gira, sabe que la observo…




jueves, 15 de mayo de 2014

A mi abuela Elvia



Precisamente tenías que escoger el mes de las madres para llevártela; Tal vez ese fue tu regalo, el descanso eterno, para una vida de un siglo. Mi abuela vivió un siglo, como los cien años de Úrsula. Desde que tengo memoria visité a mi abuela en el pueblo, en la finca, viajábamos horas en temporada decembrina desde la capital hasta Manizales y desde ahí, tomábamos un jep Willis, que atravesaba cafetales, que ahora ya no están, la carretera siempre en construcción, el derrumbe, algunas casas deterioradas, otras abandonadas y las demás con fantasmas asomados en las barandas de colores. A pesar de las curvas de la carretera que adormilaban en el vaivén del apretado transporte, los sentidos se trasformaban, el canto de los pájaros, los verdes que aparecían incontables, el acento de las personas y el anhelo  de llegar a la casa paterna.

Siempre fue fácil distinguir la llegada, todo el mundo sabe dónde está el morro Franco, la casa en la montaña, el Sagrado corazón de Jesús y la cruz en la parte alta de la cumbre, divisor y protector. Abajo el pueblo inmóvil y las campanas de la iglesia, la comunicación más efectiva en un pueblo paisa.

Hace más de 18 años viví con mi abuela un año, la acompañaba desde la mañana y lo primero que sentía era el olor a chocolate en agua de panela, lo segundo era moler el maíz para hacer arepas, lo tercero era el ordeño y la leche caliente espumosa y en recipiente esmaltado; como todos los viejos en el campo fue una persona fuerte, incansable silenciosa, cuando el silencio conviene y regañaba lo necesario y acariciaba como toda abuela, con esas manos arrugadas y ásperas de cocinera genial de olor a frijoles y sancocho, unas manos gastadas por el tiempo que levantaron una familia y aguantaron el vicio del tiempo, la soledad y el amor de los hijos, levantados a punta de leche caliente y arepa raspada para quitar el negro del carbón.  

Pocas veces vi a mi abuela quieta o cansada, en algunos momentos la vi sentada tomando café, escuchando música, tarareando o cantando música vieja, de despecho o carrilera, que sonaba en una grabadora de voz ronca, ella miraba por las barandas de la casa hacia el pueblo, esos momentos los recuerdo como momentos de la mayor tranquilidad que he sentido, tal vez siendo el secreto de una vida de cien años, la tranquilidad del trabajo fuerte, una conciencia tranquila y el descanso del sueño nocturno.

Hace tres meses volví  al pueblo después de dieciocho años sin haber podido ir. Vinieron a mí los recuerdos, los olores y toda la transformación de los sentidos que involucra el viaje, sumándole el anhelo de tanto tiempo sin ver la casa de los abuelos, el pueblo y gran parte de la familia. La casa seguía intacta en el tiempo, los símbolos en la punta de la montaña “el morro” seguía allí la vista hacia el pueblo, todo parecía congelado, idéntico a como lo recordaba. Después de 18 años nada parecía haber cambiado, por lo menos nada material, pero yo no era el mismo veía todo de una manera distinta en mi interior y mi abuela no era la de mi recuerdo, los años habían hecho lo propio con su cuerpo y su memoria, ahora inmersa en un silencio enfermizo, sin movimiento, nostálgico tal vez. Ella no era la misma, nosotros ya no estábamos para los dos, para charlar, escuchar anécdotas, comer una arepa recién hecha por sus manos, ya no más. Me quede también en silencio para volver a ser cómplices en medio de la nada, apreté su mano y fue suficiente para volver a estar en la tranquilidad de la vida.

Ayer mi abuela paterna se fue. Nos dejó para por fin después de 100 años de estar en el mundo, por fin dedicarse a ella y al descanso que esperaba y se merecía, escucho la música de Daniel Santos, Julio Jaramillo, los Visconti,  Olimpo Cárdenas entre muchos otros y la recuerdo parada en el alero de la puerta de la cocina, con una taza esmaltada tomando agua de panela, viendo concentrada hacia el pasado o hacia el pueblo que viene siendo lo mismo, escuchando la voz ronca de la grabadora y al fondo los pájaros y el día que muere.

Rolando Franco.