jueves, 15 de mayo de 2014

A mi abuela Elvia



Precisamente tenías que escoger el mes de las madres para llevártela; Tal vez ese fue tu regalo, el descanso eterno, para una vida de un siglo. Mi abuela vivió un siglo, como los cien años de Úrsula. Desde que tengo memoria visité a mi abuela en el pueblo, en la finca, viajábamos horas en temporada decembrina desde la capital hasta Manizales y desde ahí, tomábamos un jep Willis, que atravesaba cafetales, que ahora ya no están, la carretera siempre en construcción, el derrumbe, algunas casas deterioradas, otras abandonadas y las demás con fantasmas asomados en las barandas de colores. A pesar de las curvas de la carretera que adormilaban en el vaivén del apretado transporte, los sentidos se trasformaban, el canto de los pájaros, los verdes que aparecían incontables, el acento de las personas y el anhelo  de llegar a la casa paterna.

Siempre fue fácil distinguir la llegada, todo el mundo sabe dónde está el morro Franco, la casa en la montaña, el Sagrado corazón de Jesús y la cruz en la parte alta de la cumbre, divisor y protector. Abajo el pueblo inmóvil y las campanas de la iglesia, la comunicación más efectiva en un pueblo paisa.

Hace más de 18 años viví con mi abuela un año, la acompañaba desde la mañana y lo primero que sentía era el olor a chocolate en agua de panela, lo segundo era moler el maíz para hacer arepas, lo tercero era el ordeño y la leche caliente espumosa y en recipiente esmaltado; como todos los viejos en el campo fue una persona fuerte, incansable silenciosa, cuando el silencio conviene y regañaba lo necesario y acariciaba como toda abuela, con esas manos arrugadas y ásperas de cocinera genial de olor a frijoles y sancocho, unas manos gastadas por el tiempo que levantaron una familia y aguantaron el vicio del tiempo, la soledad y el amor de los hijos, levantados a punta de leche caliente y arepa raspada para quitar el negro del carbón.  

Pocas veces vi a mi abuela quieta o cansada, en algunos momentos la vi sentada tomando café, escuchando música, tarareando o cantando música vieja, de despecho o carrilera, que sonaba en una grabadora de voz ronca, ella miraba por las barandas de la casa hacia el pueblo, esos momentos los recuerdo como momentos de la mayor tranquilidad que he sentido, tal vez siendo el secreto de una vida de cien años, la tranquilidad del trabajo fuerte, una conciencia tranquila y el descanso del sueño nocturno.

Hace tres meses volví  al pueblo después de dieciocho años sin haber podido ir. Vinieron a mí los recuerdos, los olores y toda la transformación de los sentidos que involucra el viaje, sumándole el anhelo de tanto tiempo sin ver la casa de los abuelos, el pueblo y gran parte de la familia. La casa seguía intacta en el tiempo, los símbolos en la punta de la montaña “el morro” seguía allí la vista hacia el pueblo, todo parecía congelado, idéntico a como lo recordaba. Después de 18 años nada parecía haber cambiado, por lo menos nada material, pero yo no era el mismo veía todo de una manera distinta en mi interior y mi abuela no era la de mi recuerdo, los años habían hecho lo propio con su cuerpo y su memoria, ahora inmersa en un silencio enfermizo, sin movimiento, nostálgico tal vez. Ella no era la misma, nosotros ya no estábamos para los dos, para charlar, escuchar anécdotas, comer una arepa recién hecha por sus manos, ya no más. Me quede también en silencio para volver a ser cómplices en medio de la nada, apreté su mano y fue suficiente para volver a estar en la tranquilidad de la vida.

Ayer mi abuela paterna se fue. Nos dejó para por fin después de 100 años de estar en el mundo, por fin dedicarse a ella y al descanso que esperaba y se merecía, escucho la música de Daniel Santos, Julio Jaramillo, los Visconti,  Olimpo Cárdenas entre muchos otros y la recuerdo parada en el alero de la puerta de la cocina, con una taza esmaltada tomando agua de panela, viendo concentrada hacia el pasado o hacia el pueblo que viene siendo lo mismo, escuchando la voz ronca de la grabadora y al fondo los pájaros y el día que muere.

Rolando Franco.